martes, 6 de abril de 2010

“Cada trabajo tiene algo especial”
Una estudiante de comunicación demuestra que las apariencias también engañan en los oficios.

Bianca Soler estudia Ciencias de la Comunicación, las clases teóricas las recibe en la Universidad de Montevideo, pero consigue llevarlas a la práctica en un pequeño almacén de El Pinar, donde además de periodista, se convierte en psicóloga, chusma y cómplice. A cambio recibe anécdotas, pequeñas alegrías y buenas historias para su carrera.

P: ¿Cuál es tu sueño?

B: Ser feliz, sin que eso sea aburrido, sin que dejen de haber obstáculos y desafíos. Quiero ser feliz en la vida pero la vida de por sí es complicada.

P: ¿Qué cosas son las que más valorás?

B: Mi familia, mis amigos, el amor y mi carrera.

B: ¿En qué lugar te sentís más a gusto contigo misma?

P: En el almacén en donde trabajo. Es mi fuente de ingresos pero también un lugar de gran relevancia en mi desarrollo como persona. Además de ser mi casa física, es mi hogar, donde he celebrado mis pasos y triunfos. Y la gente que viene me conoce, es una especie de familia y la familia no importa de donde sea, siempre tiene peso. Además es el lugar. Las personas que son ajenas a él no lo conocen. Lo mismo me sucede a mí con otros oficios, si me pides para trabajar en una ferretería o ser contadora seguramente no estaré muy entusiasmada, pero no sé nada al respecto. Solo veo la superficie. Y la verdad es que si ahondas un poco te encuentras con que cada trabajo tiene algo especial. Y si no lo ves, si se puede, tienes que cambiar porque, generalmente, empleas un tercio del día a hacer eso.

P: ¿Es importante para tu carrera?

B: A simple vista no, pero luego lo piensas un momento y qué mejor para escribir un libro que conocer a las personas. Personas quejándose, personas contándote de su vida personal, peleando por cuánto sale un atado de acelga. Ahí tengo una porción de opinión pública a la que puedo acceder, tengo anécdotas e historias atractivas. Hasta me ha sacado de apuros. Recuerdo una vez, me habían pedido elaborar una noticia en la facultad y no tenía idea de lo que iba a contar. Empecé mi turno y el almacén estaba repleto, entonces alcé la voz y pregunté si alguien le había sucedido algo interesante. Una vecina me dijo que le había venido en la factura de OSE una deuda por 120000 pesos y esa fue mi historia. Tuve una buena nota y además Jimena Colucci, mi profesora, me la pidió para contarla en El País.

P: ¿Siempre tuviste esa visión del almacén?

No, para nada. Tardé mucho en agarrarle el gusto. Cuando me mandaron mis primeras tareas quería hacerlo todo, quería ser grande: cortar fiambre, despachar, demostrar que sabía, que no era una niña. Cuando todo eso perdió la gracia, me molestaba pila, porque significaba una tarea más. Me acuerdo, por ejemplo, que a las ocho de la noche veía Betty la fea y era cuando más se llenaba el almacén. Y mi madre estaba sola, recién estábamos empezando con el negocio en El Pinar y, lamentablemente, tuve que sacrificar a Betty varias noches de verano. Igualmente, en mi adolescencia no siempre me incomodaba, algunas tardes atendía sin quejarme porque sabía, por ejemplo, que el chico que me gustaba venía a esa hora. Y después bueno…eran tiempos en que Pablo Cohelo era mi ídolo y la idea “todos los días lo mismo” me fastidiaba. Me identificaba con el vendedor de El alquimista y eso golpeaba en mi cabeza con mucha fuerza. Fue una de las razones por la que decidí ser periodista, además del gusto por la escritura. Pero fue extraño, porque, en vez de enredarme en la idea de que mi vida era automática, fui descubriendo que el contacto con las personas y los pequeños detalles tienen mucho para ofrecer. Tenía a mi disposición una fuente de riqueza, que también he encontrado en los viajes en ómnibus.

P: ¿Qué es lo que más te gusta del almacén?

B: Que cada día me convenzo de que no es una rutina. Por lo menos en las cuatro horas que hago por día. Aunque sé, generalmente qué bebida, cigarros y yerba compra cada cliente, en el almacén los días no son iguales. La gente cambia, cada persona que llega tiene una vida y viene para contarte parte de ella. Es así, si no, no esperarían 20 minutos en la fila. Yo no lo hago, no puedo esperar. Y me pregunto ¿cómo esa gente puede?, la respuesta es sencilla: esto no es un supermercado, es un consultorio psicológico, una revista de chimentos, un bar para hablar de fútbol. No sería raro entrar y encontrarte con una charla asidua donde un vecino le desvela los secretos a otro y risas y bromas, y quejas acerca de por qué no se apura la almacenera.

P: ¿Has escuchado buenos chismes?

B: Sí, claro. Del barrio me sé la vida de unos cuantos, la gente te sorprende. Hay cuentos que son horribles y no deseas enterarte. En una ocasión me enteré que un chico al que le tenía mucho aprecio, que tenía buenas notas en el liceo y le iba bastante bien, había empezado a robar. Esas cosas te rompen el alma y vos querés hacer algo, pero tampoco podés meterte en asuntos que no te incumben. Hay chismes que te suben el ánimo, te involucras tanto que a veces, cuando esas historias evolucionan, instintivamente te alegras, como si fuera tu propia vida. Yo que sé, como por ejemplo, a mí me pone contenta que mi vecina que ya tiene 30 años siga el liceo después de haberlo dejado y que le esté yendo bien, o que la vecina de 60 y pico haya encontrado novio. Me pasa como al principito, mis clientes no son iguales a las demás personas del mundo, me han domesticado.


P: ¿Qué es lo que te molesta del almacén el día de hoy?

B: Siempre estará la señora mayor que se queje de que la leche descremada esté fea cuando faltan unos días para que se venza, o la niña que te pregunte todos los precios para al final comprar un chicle (como ella ya lo tenía pensado), pero estas cosas se convierten en buenos cuentos a la hora de la comida. Lo que más me molesta es el horario del almacén. Yo no trabajo todas las horas, pero mi madre sí y son alrededor de once horas de las que ella no puede escapar ya que tiene que supervisar. Tampoco hay vacaciones, cerramos una semana al año y punto. A mí no me afecta pero a mi madre sí. Pero nadie nos quita las dos horas y media de la siesta. Esas son infaltables y sagradas. El vendedor que las infringe, de mi parte por lo menos, no recibe nada bueno. Soy ácida para esas cosas.

Bianca Soler

0 comentarios:

Publicar un comentario