jueves, 25 de marzo de 2010

La gente hace al hospital

Tengo que elaborar una pequeña impresión y no tengo idea de adónde ir. Me detengo a comprar unos chicles y una niña pequeña me toma del brazo y me acomoda mejor en la fila del kiosco. La observo y le sonrío. Su madre le ha llenado el pelo de broches o quizá ella misma se los ha puesto. Broches que en nada hacen juego con su campera verde fosforescente pero esto nada importa, son niños. La madre la llama pero la niña toma a otra señora y le pregunta por su padre.
Entonces me quedo acá, como esa niña me ha indicado. Ya había visto al hospital Pereira Rossell cuando venía pero no quería basar mi impresión en él. Los hospitales son feos. El Pereira no escapa a la excepción: esa estructura fría, salpicada de algunos colores, pero rígida al fin. Todo contribuye a eso: el cantero de plantas uniformes sin una flor, el pasto entre verde y amarillo, las escaleras que ya desde el principio te anuncian que la estadía allí no va a ser muy fácil. Es decir ¿quién quiere ir a un hospital? Si las personas aprietan el paso para llegar, no es más que para agarrar el primer número en la cola.

Su estructura desanima, seis o siete pisos erguidos con autoridad. Una construcción incómoda, que se ha impuesto en la cuadra, escondido detrás de los árboles gigantes que levantan la vereda, detrás del carrito chorizos, de la parada de taxi, del kiosco con aire acondicionado, del promotor de la mutualista y del vendedor de toallas que parecen alfombras. Y es ahí cuando no parece tan sobrio, a pesar de los andamios que cuelgan del segundo edificio y los cables y tuberías que sobresalen por las paredes, a pesar de todo eso hay bastante gente. Y la gente lo ablanda.
Los niños no parecen darse cuenta de que el señor de saneamiento tiene el seño fruncido, ni que la cabeza del vigilante se cae sobre su hombro derecho, mientras escucha por los auriculares. Y los niños quieren llegar, para ellos es un paseo más. Alguna niña sacude sus placas, entusiasmada por pasar por la gran puerta de vidrio. Otro llora, mientras su mamá lo carga. Llora y aunque esta lo quiere calmar diciéndole que ya entran, él la obliga a apagar el cigarro y a avanzar con sus tacos por los bastos escalones, para encontrarse después con un cártel que dice que las escaleras hace bien para la salud.

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