martes, 27 de abril de 2010

“Prefiero ser rebelduna y no ovejuna”


“Identifíquese”, le espeta una profesora de educación física a una mujer de parpados brillantes que viste guardapolvo blanco. La ubicación es el Estadio Centenario. El día: 17 de abril de 1977. Unos niños acaban de ensayar para el acto de los Treinta y Tres Orientales. “No. Identifíquese primero usted”, es la respuesta de la mujer del guardapolvo que aparenta unos 35 años. Su tono de voz es seguro y se mantiene así aunque su interlocutora trate de intimidarla. No se ha parado a cantar el himno en un ensayo. Esa es la causa. Cuando se la comunican ella responde: “Esto no es un acto”, y como si se lo explicara a un niño continúa: “Si fuera así, yo todos los lunes en la escuela me tendría que parar porque el profesor de canto todos los lunes canta el himno”. Se llama Noemí y ese día la llevan presa.



Ni cenicienta, ni esposa de vidriera, ni complaciente, ni conformista y, de ninguna manera, oveja. No es nada de eso. Luchó para no serlo. Es rebelde. Rebelde y decidida. Noemí Da Cunha se dispone a ir hacia el sur cuando no la convencen los vientos del norte. Su currículo se desborda: es maestra, actriz de teatro y publicidades, escritora y editora de cuentos en Internet, organizadora de campings y ahora incursiona en la locución. Los alumnos la recuerdan hasta el día de hoy, los compañeros de teatro la admiran y algunos le tienen celos.



Un ventanal enorme muestra con claridad las calles que se acercan al Hospital Clínicas. Sobre una mesa rectangular reposa un ordenador encendido, una notebook Acer. A su izquierda una pequeña estantería con la colección completa de enciclopedias El País. Más acá un pequeño living. Sillones negros con rayas de colores. Una planta afuera. Yo en un sillón. Mimí, Ina o La del implacable lápiz rojo está sentada frente a mí. Sus parpados lucen un crema claro y un cuidadoso negro, sus pestañas. El cabello castaño, corto ondeado con reflejos dorados. Viste una camisa de color oscuro y un pantalón Capri beige. Tiene impresa la sonrisa y el carácter en el rostro. Sus gestos y ademanes son los de un buen contador de historias. Le pregunto por su pasado y Noemí mueve sus pupilas hacia el costado. Mira hacia un punto perdido que solo está al alcance de su memoria. Sus labios gruesos se juntan, titubea unos segundos para ser exacta y, como si tuviera una agenda en sus manos, me dicta la fecha de las experiencias más trascendentes.

Se habían mudado de Rivera a Aires Puros (Montevideo) y el trabajo era escaso. Con padre guarda y madre limpiadora de pisos en la escuela. Esto último le influía en el trato de sus compañeros. Sin embargo, las clases eran sus hadas madrinas. Entraba, participaba. Se destacaba y se olvidaba de que era Cenicienta. Con el maestro Horacio descubrió su amor a la pedagogía. Y participando del fin de un sistema de enseñanza, a los 11 años empezó a estudiar magisterio en el Instituo Normal. Solo primaria y 7 años más era lo que se requería en 1951 para ser maestra. De esta manera Noemí Da Cunha empieza a trabajar en la escuela a los 19 años. “Lo que ha logrado fue a base de sacrificio, de voluntad”, expresa orgulloso Gabriel Eyheragaray, su hijo. “Y siempre está al tanto de todo, sujeta a los avances”.

Su primer trabajo: una suplencia en una escuela de Canelones. Para transportarse se necesita un ómnibus, un taxi y una carreta. Tiene que permanecer ahí de lunes a viernes. A veces la acompaña su padre, a la vuelta recogen los puerros del camino. En el rancho que comparte con sus alumnos, Mimí comparte chorizos caseros y comidas de olla. Aunque están a 60 kilómetros de Montevideo es todo campo. Y de los veintiséis alumnos solo vienen trece. Se turnan para faltar de acuerdo a la temporada de los cultivos. Y así, Noemí avanza, la suplencia se alarga y se queda hasta diciembre. Enseña allí, luego a su misma escuela y en la dictadura la ascienden a subdirectora, después a directora. Aunque no pide nada debe aceptar el puesto. Como directora le revisan su despacho, la llevan presa, la amenazan de ser rebelde. Y ella prefiere ser “rebelduna - así le llama una inspectora un día - a ovejuna”, esto es lo que Noemí responde. Y sigue, no tiene nada que ocultar. Le encanta su trabajo. Y el sistema estructurado no es una traba sino algo que se puede cambiar. De todas formas, los obstáculos son para una mayoría de la que no forma parte.

“Siempre tuve mi personalidad, mi carácter y de puertas adentro siempre manejé yo la clase”, dice. Los programas asfixian a los maestros. Ella ha logrado aflojarse el nudo de la corbata. Empieza sus clases con popurrí de preguntas y de respuestas sobre actualidad. “¿Quién ganó anoche?, ¿cuánto?, ¿dónde se realiza el concurso de ajedrez?, ¿cuál es la temperatura para hoy?”. Julia, una de sus alumnas, expresa el hecho de que a Noemí se inclinaba más a los diarios que a los libros. Quería lograr la conexión entre los niños y el mundo.

“Era la única maestra que no teníamos que pedirle para ir al baño”, recuerda Julia. Y cuando no prestan atención cambia el método. “En la Batalla de Las Piedras, por ejemplo, nadie la escuchaba. Entonces, pegó algún rezongo, nos dividió en dos grupos y actuamos la batalla en la clase”. Lo suyo es personal. No quiere masificar a la clase. No quiere limitarlos de sus responsabilidades. Cada uno de sus alumnos es una persona por separado. No los observa en las pruebas. Porque confía. Si alguien se copia es traición. “Y cuando se enojaba, se enojaba”, se ríe Julia. Pero Noemí no saca a nadie de la clase. No los quiere humillar. “Detrás de un niño, están los padres”. Prefiere charlar a mandarlos a dirección. No incentiva con el castigo, incentiva con el premio. “Nunca di algo”, se apresura a decir. “Ellos aprendían, lo descubrían solos”, expresa. Tampoco los estructura. No hace fila. y siempre está al tanto del universo que viven sus niños. Cuando hay computadora, se compra una computadora y deja de usar el pizarrón. Para el final de la clase un cuento, alegre o triste los alumnos resisten.

Julia la define como extremadamente alegre. Ayudando a eso, el ingenio. Halloween no asusta lo mismo en el colegio que cuando llega Noemí. Se disfraza y nadie sabe. No dice palabra y los alumnos entre intrigados y divertidos juegan a descubrir la identidad del fantasma. Actúa en sus clases. “La fuerte personalidad los dejaba impactados”, asegura Lydia Ferreyra, compañera de Mimí. “La mayoría pedía para estar con ellas, eran pocos los que no lo hacían”. Lo mismo sucede con los almuerzos. La inasistencia se hace presente. Sus anécdotas se necesitan para una buena digestión. Pero algunos chocan. Cuando trabaja en Rivera, las quejas de una colega, hacen que la echen sin explicación. Noemí lo recuerda como de sus peores días, sus ojos se humedecen y respira unos segundos. Aguanta unos días perdiéndose de lo que más ama, y luego, por suerte se aclara la situación, vuelve a su trabajo.

Le pregunto acerca del magisterio del 2010. Muy diferente. Falta vocación. “Hoy es el trabajo con un sueldo aceptable y vacaciones, una carrera que ofrece el contacto con los niños el primer año”. Noemí tiene el contacto a los seis años de estudio, “cuando estabas seguro de que querías ser maestra”. Los profesores del IPA que enseñan la carrera, a veces ni la han terminado. Los del Instituto Normal de hace 50 años son catedráticos: Vaz Ferreira, José Cuneo, Analía Nieto, Carmelo de Arzadun. “Mis pilares”, asegura. “Y no hay uno…”, dice refiriéndose a los maestros actuales “que después de veinte años, no te diga: no veo la hora de jubilarme.”


Mimí termina su trabajo en las aulas. Cuarenta y seis años, cinco meses y 20 días. En el camino ya tiene cuatro hijos, se ha rebelado a un matrimonio regido por la pasividad, “un electroencefalograma plano, una vidriera perfecta. Perfecto: el auto cero kilómetro, yo directora, la casa, él no tomaba, no fumaba, no discutíamos”. En 1984 se va de su casa y luego intercambia alianzas con Pedro, que fue un día el profesor de gimnasia de su escuela. Solo dos hombres en su vida: Lorenzo, su marido, y Pedro, su único amor. Y se lo aclara: “amor es una cosa y marido es otra”.

Noemí se rebela a dejar la escuela tan fácil y jamás la suelta. Le piden que se quede. Decide integrar la cooperativa que está a cargo de su último colegio, el Saint Catherine. Tres años elegida y luego reelegida. Ahí pelea por los derechos de los maestros. Un mes y medio se va de vacaciones, sin goce de sueldo. Cuando vuelve, se encuentra con que los salarios se pagan el quinto día hábil, en vez del quinto día del mes. Entonces pide una reunión para revisar eso.

Noemí actúa la escena. “Y vino el gerente de Santander y se puso en la silla así”. Noemí se sienta bruscamente con el respaldar hacia delante y sostiene su cabeza con una mano. Su gesto y voz imitan a un tipo desganado e informal. “¡Noemí, todo el mundo paga el quinto día hábil, Noemí! ¡No jorobes!”. Bello, Francisco Bello. Ella le dice Pancho. Les escucha, espera una semana y pide otra reunión con la directiva. Se niega a cambiar la fecha de pago. Cuando todos los integrantes llegan Noemí toma la silla y se sienta igual que Pancho. Y aplica sus dotes de actriz: “Sabés una cosa Pancho, llegué a mi casa y me senté igual que vos, porque me dije: ¿capaz que sentada así lo veo igual que Pancho? Y vos sabés que no. Sigo pensando que no se puede pagar el quinto día hábil. Porque ANTEL le viene antes a la gente, UTE le viene antes, y hay que pagar recargo”. Y ese día los salarios vuelven a su paga normal. Sólo en excepciones será el quinto día hábil.

“Ella cuando se mete en algo lo hacía en cuerpo y alma”, dice Lydia Ferryra, colega de Noemí. “Cuando se fundió el Saint Catherine, ella siempre andaba con los abogados para logra que nos pagaran”.

Finaliza su trabajo en la cooperativa. Y se niega a dejar de meterse en actividades. Ya hace siete años que hace teatro. De ahí a la publicidad. Es la señora que prepara las empanadas Avanti, después del partido. Tiene memoria. Lo dice Hugo, uno de sus compañeros: “Un día se aprendió un monólogo de carilla y media en dos horas”. Y el curriculum continúa, se rebela a dejar el magisterio y lo practica corrigiendo textos de Internet y publicando los propios en el sitio Ciudad Seva. A su vez acompaña a su esposo en campings que organiza el Banco Hipotecario. Y hoy graba demos para entrar en el mundo de la locución. Todo esto es Noemí que se rebela a decir a su edad. Pero cede en una cosa: a que le griten su nombre, con signos de exclamación. Es la diva de la escuela. Julia dice que es la única maestra que recuerda.

Bianca Soler.

martes, 20 de abril de 2010

Sin esposa y sin partido.

No había derecho. Realmente no lo entendía. Nadie podía pensar que el fútbol eran solo hombres detrás de una pelota sobre todo si jugaba Lionel Messi. Llegó a su casa tres minutos antes del partido. La tele, unas papas fritas y una cerveza fría eran lo único que necesitaba para ser feliz. Pero la felicidad tenía un precio.

Faltan dos minutos y Bigboy Cheverevere aprieta la bolsa de papas chips con un brazo mientras que en el otro lleva dos pequeñas botellas de la popular bebida alcohólica. “Niños, el partido”, anuncia pero el sillón sigue ocupado y la tele dicta dibujos animados. “Niños, fuera, que quiero ver el partido”. No parecen escuchar, ¡esos chiquillos! Los intenta sacar, los niños se quejan. Minutos perdidos. Los niños siguen ahí, enganchados con lo que dicen ser “su programa favorito”. Insiste pero nada.

Y luego, lo que faltaba: seis años de matrimonio parados frente a la puerta del living. “Déjalos, es su programa favorito”, dice Grace, su mujer. 20:45: ya está saliendo el Barça y a Bigboy se le hincha una vena. “No, exijo que me dejen ver el partido, lo exijo”. Nadie hace nada. Y el olor del pasto fresco del Camp Now retumba en su mente. Sin pensarlo, empieza a desenchufar la tele y desconectar los cables. Los niños chillan. Sin embargo, su esposa se limita a tomar el teléfono. Unos minutos más tarde escucha una sirena. Cherevere visualiza la escena: Grace que quiere el divorcio, junto a la tele apagada y los hombres uniformados que entran a la casa. El hecho de que el delantero argentino le haya metido 4 goles a los ingleses ya no es, ni siquiera, un premio consuelo para Bigboy.

Bianca Soler

jueves, 15 de abril de 2010

¿Dónde está el autor que dijo todo eso?

“La fatua arrasó con todo lo demás”, revela Saman Rushdie redimido de la condena de muerte que tuvo por su libro Los versos satánicos. Devorador desde pequeño de todo tipo de literatura, este autor, según expertos merecedor del premio nobel, revela su verdadero rostro. Él tiene una solución para los resentidos: “No hay nada más fácil que impedir que un libro nos ofenda. Basta con cerrarlo”.

Una estrella en el mundo de la pequeña delincuencia.

La han detenido 120 veces. Nadia, rumana, de trece años se dedica a desplumar personas que retiran dinero de sus cajeros, ha llegado a sustraer 900 euros en una jonda. La cantidad de infracciones se han convertido en un problema para las leyes españolas que ahora se disputan por el límite de impunidad para adolescentes.

Rosario Flores en defensa de la intimidad

“Aunque seas la madre Teresa de Calcuta, te harán la vida imposible”, dice Rosario Flores. Conoce su profesión y asegura que la música no siempre da para comer. Y aunque la prensa venda discos se niega a que le hagan su vida imposible. A los 14 años se negó a participar en la prensa rosa y su casamiento lo realizó en secreto. Ella solo quiere que la dejen vivir.

jueves, 8 de abril de 2010

“Y vuelvo a ser impulsiva”

Considera que lo más importante de sí son sus recuerdos aunque a veces sean creados a partir de acciones precipitadas.

Quiere crecer como profesional y persona. Con respecto a su carrera ya lo tiene decidido: ama el periodismo. En lo personal, por otra parte, se encuentra compartiendo decisiones con los impulsos y la dependencia de las personas que ama.

martes, 6 de abril de 2010

“Cada trabajo tiene algo especial”
Una estudiante de comunicación demuestra que las apariencias también engañan en los oficios.

Bianca Soler estudia Ciencias de la Comunicación, las clases teóricas las recibe en la Universidad de Montevideo, pero consigue llevarlas a la práctica en un pequeño almacén de El Pinar, donde además de periodista, se convierte en psicóloga, chusma y cómplice. A cambio recibe anécdotas, pequeñas alegrías y buenas historias para su carrera.

P: ¿Cuál es tu sueño?

B: Ser feliz, sin que eso sea aburrido, sin que dejen de haber obstáculos y desafíos. Quiero ser feliz en la vida pero la vida de por sí es complicada.

P: ¿Qué cosas son las que más valorás?

B: Mi familia, mis amigos, el amor y mi carrera.

B: ¿En qué lugar te sentís más a gusto contigo misma?

P: En el almacén en donde trabajo. Es mi fuente de ingresos pero también un lugar de gran relevancia en mi desarrollo como persona. Además de ser mi casa física, es mi hogar, donde he celebrado mis pasos y triunfos. Y la gente que viene me conoce, es una especie de familia y la familia no importa de donde sea, siempre tiene peso. Además es el lugar. Las personas que son ajenas a él no lo conocen. Lo mismo me sucede a mí con otros oficios, si me pides para trabajar en una ferretería o ser contadora seguramente no estaré muy entusiasmada, pero no sé nada al respecto. Solo veo la superficie. Y la verdad es que si ahondas un poco te encuentras con que cada trabajo tiene algo especial. Y si no lo ves, si se puede, tienes que cambiar porque, generalmente, empleas un tercio del día a hacer eso.

P: ¿Es importante para tu carrera?

B: A simple vista no, pero luego lo piensas un momento y qué mejor para escribir un libro que conocer a las personas. Personas quejándose, personas contándote de su vida personal, peleando por cuánto sale un atado de acelga. Ahí tengo una porción de opinión pública a la que puedo acceder, tengo anécdotas e historias atractivas. Hasta me ha sacado de apuros. Recuerdo una vez, me habían pedido elaborar una noticia en la facultad y no tenía idea de lo que iba a contar. Empecé mi turno y el almacén estaba repleto, entonces alcé la voz y pregunté si alguien le había sucedido algo interesante. Una vecina me dijo que le había venido en la factura de OSE una deuda por 120000 pesos y esa fue mi historia. Tuve una buena nota y además Jimena Colucci, mi profesora, me la pidió para contarla en El País.

P: ¿Siempre tuviste esa visión del almacén?

No, para nada. Tardé mucho en agarrarle el gusto. Cuando me mandaron mis primeras tareas quería hacerlo todo, quería ser grande: cortar fiambre, despachar, demostrar que sabía, que no era una niña. Cuando todo eso perdió la gracia, me molestaba pila, porque significaba una tarea más. Me acuerdo, por ejemplo, que a las ocho de la noche veía Betty la fea y era cuando más se llenaba el almacén. Y mi madre estaba sola, recién estábamos empezando con el negocio en El Pinar y, lamentablemente, tuve que sacrificar a Betty varias noches de verano. Igualmente, en mi adolescencia no siempre me incomodaba, algunas tardes atendía sin quejarme porque sabía, por ejemplo, que el chico que me gustaba venía a esa hora. Y después bueno…eran tiempos en que Pablo Cohelo era mi ídolo y la idea “todos los días lo mismo” me fastidiaba. Me identificaba con el vendedor de El alquimista y eso golpeaba en mi cabeza con mucha fuerza. Fue una de las razones por la que decidí ser periodista, además del gusto por la escritura. Pero fue extraño, porque, en vez de enredarme en la idea de que mi vida era automática, fui descubriendo que el contacto con las personas y los pequeños detalles tienen mucho para ofrecer. Tenía a mi disposición una fuente de riqueza, que también he encontrado en los viajes en ómnibus.

P: ¿Qué es lo que más te gusta del almacén?

B: Que cada día me convenzo de que no es una rutina. Por lo menos en las cuatro horas que hago por día. Aunque sé, generalmente qué bebida, cigarros y yerba compra cada cliente, en el almacén los días no son iguales. La gente cambia, cada persona que llega tiene una vida y viene para contarte parte de ella. Es así, si no, no esperarían 20 minutos en la fila. Yo no lo hago, no puedo esperar. Y me pregunto ¿cómo esa gente puede?, la respuesta es sencilla: esto no es un supermercado, es un consultorio psicológico, una revista de chimentos, un bar para hablar de fútbol. No sería raro entrar y encontrarte con una charla asidua donde un vecino le desvela los secretos a otro y risas y bromas, y quejas acerca de por qué no se apura la almacenera.

P: ¿Has escuchado buenos chismes?

B: Sí, claro. Del barrio me sé la vida de unos cuantos, la gente te sorprende. Hay cuentos que son horribles y no deseas enterarte. En una ocasión me enteré que un chico al que le tenía mucho aprecio, que tenía buenas notas en el liceo y le iba bastante bien, había empezado a robar. Esas cosas te rompen el alma y vos querés hacer algo, pero tampoco podés meterte en asuntos que no te incumben. Hay chismes que te suben el ánimo, te involucras tanto que a veces, cuando esas historias evolucionan, instintivamente te alegras, como si fuera tu propia vida. Yo que sé, como por ejemplo, a mí me pone contenta que mi vecina que ya tiene 30 años siga el liceo después de haberlo dejado y que le esté yendo bien, o que la vecina de 60 y pico haya encontrado novio. Me pasa como al principito, mis clientes no son iguales a las demás personas del mundo, me han domesticado.


P: ¿Qué es lo que te molesta del almacén el día de hoy?

B: Siempre estará la señora mayor que se queje de que la leche descremada esté fea cuando faltan unos días para que se venza, o la niña que te pregunte todos los precios para al final comprar un chicle (como ella ya lo tenía pensado), pero estas cosas se convierten en buenos cuentos a la hora de la comida. Lo que más me molesta es el horario del almacén. Yo no trabajo todas las horas, pero mi madre sí y son alrededor de once horas de las que ella no puede escapar ya que tiene que supervisar. Tampoco hay vacaciones, cerramos una semana al año y punto. A mí no me afecta pero a mi madre sí. Pero nadie nos quita las dos horas y media de la siesta. Esas son infaltables y sagradas. El vendedor que las infringe, de mi parte por lo menos, no recibe nada bueno. Soy ácida para esas cosas.

Bianca Soler